Blad oía la tenue respiración de Gyo-ko y el primer pensamiento que le vino a su cabeza fue de total extrañeza: minutos antes había querido quitarse la vida y ahora estaba encerrado con un viejo en una cueva, en total silencio, mientras se consumían la luz de las antorchas. La muerte de Baladi y de las gentes del castillo le rondaban aún.
Blad empezó a relajarse y escuchó decir a Gyo-ko sin palabras:
—¿Puedes pasar más tiempo que yo sentado?
«Vaya, este viejo es un mago…», pensó Blad, aceptando el reto. Siguió relajándose y, aunque no pasaba nada, se empezaba a alegrar de no haberse quitado la vida.
Deseó levantarse e ir a buscar a Radu, conseguir un ejército, destruir a los bastardos y vengarse del imperio… Pero entre ese oleaje de nuevos pensamientos positivos y total relajación, surgió un pequeño vacío y de él emanaron imágenes antiguas, muy antiguas que lo cautivaron.
El cuerpo se le durmió, pero no la mente, y comenzó a desprenderse de su propio cuerpo. Al salir, se sintió como si hubiera estado en una crisálida negra, y recordó. Recordó a sus hermanos. Juntos, habían sido los trillizos de Qaion. Recordó los tres satélites, a la gran luna Grandax reflejada en la casa-árbol del río, a su padre, a Bum Bum el bart, a Cho el Oscuro y a Frehac.
Pero también sentía un aroma, un aroma oscuro que lo envolvía, era el olor y la energía de Chank el Deforme, un halo pegajoso que envolvía su alma, un extraño poder que jugaba en su contra y que siempre había sentido, pero que no había podido localizar hasta ahora.
Recordó una mirada de un solo ojo, una maldición… Si el falso Visionario alguna vez tuvo poder, lo había usado todo en este hechizo. De nuevo, él era Argón, el vamp; el rompecabezas encajaba, aunque se sentía preso.
Usando toda la fuerza de la intención, intentó escapar de aquella prisión oscura en la que se encontraba recluido. Subió y estiró su ser todo lo que pudo. Traspasó la cueva, ascendió hasta las nubes y la crisálida oscura se volvió más clara y menos opaca hasta que la rasgó. La maldición de Chank se rompió en mil pedazos como cristales.
Argón era libre.
Se había liberado de ese hechizo y se encontraba fuera del planeta Tierra, sin cuerpo; el espacio era infinito, oscuro y muy bello, y el planeta azul era precioso. Una luz lo atrajo, un titileo que pertenecía a una estrella lejana.
Solo con desearlo, Argón llegó a la cercanía de la estrella, que tenía dos planetas, uno de ellos cercano a ella, rojizo con dos lunas, y otro planeta lejano a la estrella, con tres satélites que reflejaban su luz: su hogar, Qaion.
Del planeta rojizo y cercano a la estrella emanaba una sombra que parecía tocar y entretejer, inmiscuirse en Qaion. La sombra miró a Argón, una mirada roja de fuego y desprecio que lo atravesó y le hizo daño. Esa sombra seguía una dirección a través del espacio, se dirigía a la Tierra.
Argón recordó su misión: recuperar al Único. Para eso lo habían mandado allá. Sentía que hacía mucho, mucho tiempo de ese momento.
Algo vibró a lo lejos, un fuerte sonido. Su cuerpo tiraba de su alma desde la Tierra y el espíritu de Argón comenzó a volver en contra de su voluntad. Algo sucedía en la cueva donde se había encerrado junto a Gyo-ko.