León no entendía cómo había llegado a aquella situación insostenible, algo que no hubiera permitido el señor Anthoine y que jamás hubiera pasado si su madre siguiera viva. Ahora estaba sin familia, sin trabajo y sin hogar al que volver, con las ropas sucias, los bolsillos vacíos y una buena botella de absenta que había robado en una licorería gracias a las dotes de trilero que había aprendido en el circo: distraer con una mano y con la mirada mientras se roba con la otra, tapándolo todo con una prenda. Fácil. Al menos, se había llevado ese conocimiento de la que había sido su casa toda su vida.
Solo había tenido problemas desde el día en que mataron a su madre. Lo peor era que había cruzado la mirada con aquel tipo gigante de piel azulada, con chaqueta y corbata, que con toda seguridad era el asesino; aquel malnacido tuvo la desfachatez de mirarlo a la cara antes de marcharse pitando. Pese al rencor, el recuerdo de aquel tipo le producía terror.
Desde entonces, el señor Anthoine hizo de tutor de León, que se convirtió en su favorito y, como no tenía hijos, lo nombró heredero del negocio ambulante. El chico aprendió de él todo lo referente al negocio del circo.
Con el paso del tiempo, el viejo Anthoine ganó protagonismo como padre y León fue olvidando a su madre. El único bien que poseía de ella era un diario en el que Caty hablaba de manera reiterada y obsesiva de la mirada roja y las tres lunas que protegían a su hijo.
León sabía todo lo que se podía saber del negocio del circo: conoció la doma de animales salvajes, aprendió trucos del forzudo, los acróbatas le enseñaron a trepar, saltar y hacer piruetas, jamás llevó bien tratar con los payasos pues, por su pasado, León no era una persona de risa fácil. El trilero era su favorito, porque le enseño el arte de la persuasión y del engaño, lo que lo convirtió en un gran ladrón e ilusionista.
Pese a que destacó en algunas de aquellas ramas del circo, jamás terminó de cuajar ni como trilero ni como acróbata ni en cualquiera de los lugares donde lo iba asignando el señor Anthoine. Cada uno de los compañeros y encargados de esas secciones circenses tenía algo que reclamar o recalcar en contra de León. Como el señor Anthoine ya era un anciano, no tenía fortaleza de carácter suficiente para contradecir a sus trabajadores ni le quedaban energías para realizar las reformas necesarias para liderar el negocio contra aquellos rebeldes. Desde el criterio, quizás subjetivo, de Anthoine, León era más que válido, pero algo no cuadraba.
Justo el día de la muerte del señor Anthoine, en pleno duelo tras la despedida del hombre al que León consideraba un padre, uno de los trabajadores del circo lo llamó para una reunión de todos los miembros.
Muerto de pena, León entró a la sala donde se reunían los jefes de cada sección y recibió miradas de prepotencia y asco. Al mismo tiempo, le dijeron que o se marchaba o lo denunciarían por el robo de la caja del circo. A pesar de que no era cierto, los años de envidia salieron a flote; habían inventado esa excusa porque no querían dejar que el negocio pasara a sus manos, aunque era el legítimo dueño por herencia.
León, que todavía no era una persona totalmente madura, no pudo manejar la situación y se marchó. En el mismo día había perdido a los que consideraba su familia, su trabajo y su hogar. Al parecer, ellos no pensaban lo mismo, porque ser el preferido desde la muerte de Caty había sembrado rencores y odios ocultos.
Joven y desesperado, cayó en una profunda depresión. Sin hogar, pronto se dio a la bebida y fue un borracho sin rumbo hasta esa noche en la ciudad. Cuando se encontraba bajo las luces de las pocas farolas que funcionaban, vomitando en un sucio callejón, dieron con él.