Poco antes de iniciar sus planes para invadir Qaion, en Orz, Thiram comenzó a trabajar con embriones y a modificarlos genéticamente. Creó a unos cuantos especímenes de la raza de aquel planeta, para que parecieran humanos. Estos híbridos eran muy distintos a los gigantes de piel azul de Orz, por lo que los demás no los aceptaron. No eran ni tan grandes ni tan fuertes como ellos, su piel era menos azulada y su pelo más oscuro que el color rojizo de cualquier orz.
Los entrenaron en el manejo de armas, pero, sobre todo, aprendieron otras lenguas, en las que mostraron una facilidad antinatural para aquella raza; lo mismo les pasaba con el entrenamiento en cálculos matemáticos. Thiram se acercaba cada cierto tiempo a evaluar sus avances: estas visitas hicieron que el desprecio que sufrían por parte de los demás orz por ser diferentes se tornara en respeto o miedo. Si el emperador se dignaba a verlos o reunirse con ellos, debían de ser especiales.
Crecieron rápido y, cuando adquirieron plena conciencia de sí mismos, charlaban en extrañas lenguas sobre filosofía, sobre su futuro, sobre los doculibros, donde les mostraban historias sobre aquellas tierras verdes y azules. Sobre todo, hablaban del porqué eran tan distintos de los demás orz y qué pasaba con sus padres inexistentes.
No sabían nada de la misión o del trabajo que les encomendarían. Sus rutinas de entrenamiento y estudio convertían sus vidas en algo tan distinto de los otros, que constantemente trabajaban y obedecían órdenes; pronto comenzaron a sentirse unos privilegiados.
Cuando el grupo decidió elegir de entre ellos a un líder, no fue al más fuerte. Su Kayuna fue el más elocuente. Comenzaron a dudar del statu quo de su sociedad, incluso llegaron a poner en duda el mandato incomprensible de Thiram: nada tenía que ver con los orz. ¿Quién era? ¿De dónde vino?
Cuando se enteró, Thiram se presentó ante ellos en la planta de La Aguja donde vivían. Iba sin su guardia, majestuoso, engalanado con su gran capa. La mirada era rojiza y terrible.
Como seres inteligentes que eran, los seudo-orz tuvieron miedo ante su presencia. Sabían que sus comentarios habrían llegado al señor y supusieron que habría dolorosas consecuencias, pero nada sucedió. Thiram los saludó uno a uno, mirándolos a los ojos y dándoles la mano con firmeza a todos, tratando como iguales a sus temblorosos súbditos.
—Ha llegado la hora —dijo el emperador Thiram—. Es el momento de que marchéis a otras tierras en las que seréis más felices y encajareis mejor… Sé que os habéis dado cuenta de que en esta sociedad no tenéis cabida. —Se acercó al ventanal y comenzó a señalar hacia afuera—. Observadlos cómo trabajan, cómo se someten. ¿Queréis ser como ellos? ¿Querríais una vida así? ¿Querríais montar una insurrección y destruir este orden perfecto?
Todos callaron, asombrados ante la presencia y el respeto que les mostraba su señor, aunque mentalmente le dieron la razón.
—Sabéis que sois especiales. Os preparé para daros la oportunidad de viajar a otras tierras lejanas, a otro planeta, a la Tierra. Todos los doculibros que se os han mostrado, las lenguas que habláis, incluso las armas en las que os hemos entrenado tienen relación con ese lugar. ¿Queréis viajar allí? —preguntó Thiram.
El líder de aquel grupo asintió, incapaz de abrir la boca, porque estaba muy asustado y sorprendido. Los demás pensaban y sentían como él. No podían negarse a alguien tan terrible y a la vez tan respetuoso. Thiram no hablaba el idioma violento de los orz, sino el de ellos: el de la lógica, el de la razón; con su sola presencia y pocas palabras los había convencido. Viajarían, como él les proponía.
Tiempo después, se prepararon para ponerse en marcha: se vistieron con unos trajes extraños y no cogieron nada de equipaje, pues no poseían patrimonio material. Thiram les obsequió con las armas punzantes que habían usado en los entrenamientos y los bendijo:
—Buena ventura os espera en la Tierra. Sed libres y vivid lo mejor que sepáis. No renunciéis a nada. Dejaos llevar por la dulzura de aquellos lugares y sus gentes. Por vuestro bien, solo os pido que guardéis el secreto de vuestro origen; no digáis a nadie de donde venís, pues no lo entenderán y os puede acarrear problemas: la ignorancia genera violencia. Adiós. —Thiram los despidió con honores y sus mejores palabras.
Todos callaron y agitaron la mano en un escueto y respetuoso saludo. Convencidos, seguirían sus consejos, porque para ellos la palabra y la sabiduría del justo emperador se había convertido en ley.
Thiram reía por dentro.
La nave arrancó motores y pronto estuvieron más lejos de lo que cualquier orz había viajado jamás. No dijeron nada durante el viaje, que no fue muy largo. El transporte intergaláctico unía mundos distantes, tejiendo el espacio y el tiempo. Pronto estarían en su destino.
Al llegar a la Tierra, comenzaron las vibraciones en la nave, que quedó inutilizada al aterrizar. No tomó tierra con delicadeza, sino dando grandes tumbos, y acabó casi destrozada. Todo el equipo salió indemne menos el líder, que no sobrevivió al duro golpe.
Lo primero que sintieron los orz fue frío. La Tierra era un planeta menos cálido que su Orz natal. En cuanto se pusieron en marcha, se dirigieron hacia el sur, siguiendo la senda de un río, hacía tierras más cálidas.
Tal y como habían aprendido en Orz con los doculibros, comenzaron a cazar para alimentarse y a crear ropajes a partir de la piel de los animales.
Con el tiempo, el grupo llegó a un poblado, donde los recibieron de buen grado, y los trataron con simpatía y cariño. Les ofrecieron cobijo y alimento, porque los vieron fornidos. Después de tantas guerras, en aquellos lugares limítrofes y fronterizos andaban escasos de buenos guerreros. Los orz pronto tuvieron que entrar en acción en pequeñas escaramuzas y defensas del lugar, así como para apoyar al reino al que pertenecían. Aquellos orz no murieron en guerras. La mayoría de las veces cayeron fulminados por infecciones causadas por las heridas o por inexplicables enfermedades, porque su cuerpo no estaba hecho a aquel planeta. El último superviviente de aquel grupo, llamado Bal, tomó esposa y creó una familia. Para aquel entonces, Bal ya se había ganado el respeto y los galones del señor de aquellas tierras.
Mientras tanto, en la nave orz estrellada, al antiguo jefe del grupo, al que habían dado por muerto en el aterrizaje, lo recogieron y curaron unos religiosos que pasaban por allí. Hizo su vida como humano y creó una familia lejos de aquel reino: se convirtió en un hombre muy apreciado por su fuerza en trabajos de labranza y como leñador en un poblado. El líder del grupo pasó su vida en la Tierra totalmente integrado entre los humanos.
Al mismo tiempo, un campamento itinerante de nómadas encontró la nave rota. Les pareció interesante vender el amasijo de metal que hallaron en el camino. Con mucha dificultad, lo recogieron y transportaron a la ciudad más importante del imperio. Allí lo intentaron vender al mejor herrero imperial, que no dudó al ver el extraño y duro metal. Lo compró y, a partir de aquel material, creó con dificultad las armas más poderosas y afiladas de aquella época: la espada y la lanza del dragón.