Los humanos no podían imaginar que tras la Luna se escondían los dioses de su planeta. En una nave espacial de forma redonda y de gran tamaño, habitaba un pequeño grupo de seres semifísicos, casi etéreos, de piel verdosa y cabeza grande, descompensada en relación a sus pequeños cuerpos. Vivían allí desde hacía siglos, desde que supieron que en la Tierra habían crecido en número unos animales autoconscientes que se desarrollarían como civilización. Con el transcurrir de los años, a los dioses se les acababa el tiempo, su época había pasado: los humanos estaban demasiado avanzados científica y tecnológicamente, y pronto dejarían de creer en sus dogmas; como especie, los dioses estaban en peligro de extinción.
Menguados en número, pensaron que no podrían extraer mucha más energía de la fe de la Tierra y dejarían de procrear. Para evitarlo, comenzaron a explorar nuevos planetas y galaxias, relativamente cercanos. Necesitaban encontrar una nueva civilización, con seres similares a los humanos, a los que enviar profetas para canalizar la fe como sustento.
Tenían una avanzadilla de dioses en las lunas de Qaion y a sus congéneres allí confinados, pero les pasaba exactamente lo mismo. Pronto la tecnología y la ciencia del pueblo vamp estarían tan avanzadas, que también en esta zona comenzaría el declive de la raza más evolucionada del universo.
Tras mucho buscar en la galaxia a seres autoconscientes, con pocos resultados, encontraron un planeta no demasiados lejos de Qaion y difícilmente habitable, llamado Orz. Era rojizo, estaba muy cercano a su sol, lo que hacía que fuera muy caluroso, y tenía dos lunas. En él habitaban muchas especies, pero una de ellas, antropomorfa, había desarrollado su inteligencia hasta conseguir hablar y usar herramientas. Era un lugar idóneo para los dioses, pero había un problema con estas criaturas: los orz eran físicamente muy poderosos y solo seguían al más fuerte; solo entendían la lealtad, si se había creado bajo la violencia.
Los dioses discutieron sobre si era bueno o no crear a una criatura con estas características, un híbrido que pudiera canalizar la energía de manera que ellos pudieran seguir alimentándose. El proyecto se llamó Thiram.
Tras la Luna, los dioses de la Tierra hablaron en la sala de reuniones de su nave, usando siempre la telepatía, como un susurro en sus mentes:
—No estoy de acuerdo con esto. Nos arriesgamos a crear un monstruo incontrolable —dijo uno de los dioses.
—¿Qué más opciones tenemos? Se nos agota el tiempo, envejecemos y necesitamos procrear. Tanto nosotros como los hermanos de Qaion estamos en peligro de extinción —comentó uno más joven, usando su voz, a diferencia del resto.
—Tengo dos embriones del híbrido listos para desarrollar. Solo necesito que nos decidamos. Apuesto por seguir con el proyecto Thiram. Como bien dice él, estamos en peligro —intervino el encargado de la biología, de crear los híbridos y profetas.
—Hermanos, solo nos queda este camino. Arranquemos el proyecto Thiram ahora —dijo el más sabio y anciano de los dioses, que iba engalanado con una tiara dorada.
Aunque fue una orden no aceptada por todos y un último recurso de supervivencia, desarrollaron los dos embriones de Thiram. Cuando uno de ellos alcanzó su plenitud y se convirtió en adulto, el dios encargado del proyecto se acercó a la primera cápsula para comprobar los datos y la información que la computadora había insertado en el cerebro de Thiram.
La cápsula tenía el tamaño de un humano de gran estatura y dentro se encontraba Thiram, rodeado de un líquido gelatinoso y verde. Estaba conectado a la nave mediante un cable que hacía las veces de cordón umbilical.
Thiram era un ser blanco y musculado; tenía la cabeza esférica y su cerebro era visible bajo el casco de cristal que lo envolvía y protegía, un material transparente e irrompible; sus ojos, rojos y profundos, creaban a cualquiera que lo mirara un efecto de miedo que sería de utilidad en el planeta Orz. También poseía tres brazos funcionales: dos en el lado izquierdo de su cuerpo y uno en el derecho.
El dios miró directamente a los ojos rojos de su creación y dijo:
—Thiram, nuestra última esperanza, estás a punto de nacer y de ayudarnos a sobrevivir…
Se dispuso a pulsar un botón que abriría la compuerta de la cápsula, pero se quedó sorprendido con lo que vio: una serie de burbujas se crearon en la mano derecha de Thiram, que empezaba a apretar con fuerza el puño.
Thiram destruyó la cápsula donde se había formado y saltó de ella mientras se derramaba todo el líquido verde a su alrededor. Golpeó con los dos brazos izquierdos a la vez la cara y el pecho de su dios creador. Lo mató al instante, salpicándolo todo con la sangre verdosa y luminiscente que había dado vida a las entrañas de su hacedor.
Anduvo con calma por la nave. Conocía al detalle todo lo que veía, porque la computadora consciente de los dioses le había insertado en la conciencia cualquier información del universo conocido. En un pasillo, encontró a dos de los seres, que, al verlo, intentaron huir. Thiram no dudó en usar su velocidad y fuerza. Solo con la extensión de los brazos como si fueran espadas, los decapitó con brutalidad y sin compasión por la espalda.
El dios que iba ataviado con la tiara dorada, el más sabio de ellos, apareció frente a Thiram y lo enfrentó.
—Nos hemos equivocado y, como uno de nosotros temía, hemos creado a un monstruo sanguinario —dijo—. No nos ayudas en tu cometido y nos asesinas como un lobo hambriento. No olvides una cosa, Thiram, Daño de Dioses, el universo siempre se compensa y no perdonará tu creación. De una manera u otra, morirás pronto.
—Vuestro destino era la extinción. ¿Para qué hacerlo esperar? —habló Thiram por primera vez, con su voz terrible y diabólica—. Y sobre la compensación del universo… siento decirte que sé de lo que hablas, pues toda la información que conocía vuestra computadora está en mí ahora. Yo soy el caos, el mismo universo. ¡Extinguíos! —Thiram destrozó la cabeza del último dios viviente de la Tierra, con un golpe frío y brutal.
El que debía salvar a los dioses de la Tierra los había aniquilado.