Justo antes de caer al río por el gran barranco en el que se encontraba construido aquel palacio, Blad se golpeó repetidamente con unos árboles que crecían en la pared. Pese al dolor y heridas provocadas, las ramas amortiguaron la tragedia en forma de golpe mortal contra las rocas del fondo. La fuerte corriente del río que bajaba desde las zonas altas hizo el resto.
Alojado en aquel lugar de la mente donde manda el olvido, Blad abrió los ojos y todo era confuso; lo primero que consiguió enfocar con la mirada fue a un bastardo que estaba intentando robarle la espada y la lanza del dragón. No las había soltado con la tensión de la caída, ni siquiera estando inconsciente. El desharrapado se convirtió en alimento de vampiro.
A la vez que se recuperaba e incorporaba Blad, se levantó el recién resucitado bastardo vampiro y la luz del sol hizo su trabajo: ardió violentamente.
—Se lo tenía merecido, por mancillar tan nobles armas… —murmuró Blad para sí.
El vamp no sabía cuánto tiempo había pasado desde que se cayó desde el castillo; se sentía mareado, había tragado demasiada agua y ni siquiera el bastardo del que se acababa de alimentar le había ayudado a cicatrizar las heridas ni a calmar el hambre…
La hoguera y el ruido que acababa de formar el mezquino ardiente atrajo a sus compinches del campamento cercano. Blad aprovechó el momento para darle gusto a las armas del dragón y beber hasta recuperarse. Los desharrapados pagaron la deuda de sangre de su compañero, fallecido por atreverse a tocar las armas del dragón regaladas por su difunto señor Drak.
Cuando Blad acabó con los bastardos —algunos empalados, otros ardieron y estallaron bajo el sol, otros, con más suerte, perdieron la cabeza—, buscó caballos en el asentamiento de esta gentuza. Pero estos desharrapados eran de tan bajo linaje, que no poseían equinos.
Con la cabeza y las ideas algo más aclaradas, consiguió situarse: el río lo había llevado flotando hasta el lago del sur, que trazaba una línea recta con gran pendiente. Descendía desde las zonas montañosas del castillo hasta los valles floridos y los limites sureños donde pululaban los bastardos. Los rápidos y la corriente violenta lo habían alejado unos tres días a pie del castillo y no sabía con exactitud cuánto tiempo había estado inconsciente. Cayó por el barranco del castillo de noche y en ese momento era de día, pero ¿de qué día?
No tenía muy claro cómo actuar con Baladi y, peor aún, no sabía qué pasaría cuando regresara al castillo. ¿Llegarían por el norte los imperiales y los fanáticos religiosos? ¿Más bastardos atacarían por el sur? Blad comenzó su viaje de regreso. Sería largo, pues los desharrapados habían arrasado las pocas aldeas que habían estado habitadas, pero esperaba al menos poder encontrar un caballo por el camino.
Al segundo día, cambió su suerte: consiguió transporte y alimentarse de un bastardo arquero a caballo, que lo había seguido y quería vengarse por la matanza de sus compañeros días atrás. Cuando menos se lo había esperado Blad, una flecha le rozó la oreja. Se la había lanzado el desharrapado desde unos diez metros atrás. Blad, que era experto en ocultarse, trepó de un salto, como un kant, a una copa de un árbol y desapareció de la línea de visión del bastardo. Segundos después, estaba tras él, compartiendo el caballo. Aprovechó para alimentarse y darle de beber a su espada: otra cabeza de bastardo separada del cuerpo cayó inerte al camino de arena y piedras.
Avanzando hacia el norte, la inclinación del terreno se hizo patente; se acercaba a las tierras montañosas de Radu. Era de día cuando llegó al castillo y solo encontró cadáveres, sangre y cenizas.
Avanzó lentamente mientras observaba aquella escena: la fortaleza de Drak estaba intacta, pero todos los campos que rodeaban las murallas estaban llenos de muertos, vestidos de imperiales, religiosos y bastardos. Parecía que habían perdido una gran batalla.
Al acercarse, vio que el muro principal del castillo estaba entrecerrado, pero no atrancado. Pudo pasar sin tener que pedir a los soldados que le abrieran los portones, aunque no hubiera sabido a quién pedírselo, porque allí no había nadie.
Cuando bajó del caballo y entró al castillo, vio que las ventanas estaban atrancadas y bien tapadas. Al ir entrando en habitaciones, se encontró con que todos sus conocidos estaban transformados en vampiros mezquinos: lavanderas, mayordomos, el bufón, cocineros, jardineros, pelotas de la corte, señores menores, jefes de la guardia y muchos soldados. Unos dormían, otros lo miraban fijamente y algunos se atrevían a enseñarle los dientes. Aquella visión terrorífica podría haber sido una pesadilla para un humano, pero Blad estaba perplejo y se sentía mal porque era culpa suya.
Al entrar en un salón, con la empuñadura de la espada tiró una copa que estaba en una mesa. Aquel sonido seco, no sabía si por miedo o por odio, fue lo que interpretaron como pistoletazo de salida todos los vampiros que habitaban allí. Atacaron a Blad al mismo tiempo.
Blad sacó a pasear las armas del dragón, lanza que empalaba y espada que cercenaba, pero no era suficiente. Perder un miembro o dos no los frenaba. Los vampiros eran fuertes y muy rápidos. Baladi no había perdido el tiempo. Eran sus hijos y se notaba. Los mezquinos atacaban a Blad con cualquier cosa que tenían a mano: tenedores, vasos, incluso le tiraban sillas. Los soldados con sus espadas y armaduras fueron los últimos en criar malvas. Fue una batalla incomoda, porque tuvo que matar a sus amigos.
Herido y con mucho esfuerzo tras vencer a sus conocidos, Blad subió las escaleras hasta entrar en una gran sala donde se encontraba Baladi sentada, con expresión altiva, señorial.
Parecía que Baladi lo había estado esperando y esta vez no llevaba una espada de madera, sino la de Radu. La vampiresa había ganado mucho peso, tenía pinta demacrada y parecía una loca por sus ojos, que se inyectaban en odio rojo y líquido por momentos.
—Al fin apareces. Te has perdido la guerra, Chupasangres… Yo sola he vencido a todos los ejércitos —dijo la vampiresa.
—Te agradezco que protejas a nuestro señor en mi ausencia… Pero ¿qué necesidad tenías de matar a todo el castillo, a nuestra gente? —preguntó Blad.
—No eran mi gente, pero ahora sí lo son. —Baladi se levantó y se acercó a Blad, espada en mano.
—Ya no son nada, Baladi. He tenido que matarlos a todos —dijo, dolido.
Ella soltó un grito. Comenzó a correr hacia él, saltó y lo golpeó con su espada, con una fuerza terrible que lo hubiera partido en dos de no poseer la espada del dragón para contrarrestarla. El estruendo que se produjo al chocar las armas fue brutal y la acometida lo lanzó como en el ataque de días atrás. Al volar contra la pared, la lanza y la espada acabaron en el suelo.
Baladi se echó a reír con una risa infernal que hacía temblar el suelo. Aquello no era natural ¿En qué clase de criatura se había convertido?
Volvió a la carga, lanzando un golpe de espada a dos manos. Justo en ese momento, apareció Radu gritando: «¡No! ¡Blad, no!». El vamp no hizo caso de su señor y, en una décima de segundo, recogió del suelo su lanza y la levantó. Se clavó en el pecho de Baladi y la atravesó por la propia inercia. Con la otra mano, Blad cogió la espada y la decapitó. Era el fin del ser más poderoso que había conocido; había matado a su casi hermana.
Blad se acercó y observó que Radu ya no era humano, sino un vampiro. Por su naturaleza tranquila y buena, su señor no se había vuelto mezquino; su miraba delataba inteligencia.
—Has matado a tu futuro hijo. Baladi estaba encinta —dijo Radu.
Blad agachó la cabeza, guardó sus armas y se fue del castillo sin mediar palabra. Esa sería la última vez que vería a su hermano de la Tierra.
Baladi fue la primera mujer en volverse vampiresa. Blad no había transformado a ninguna hembra humana antes y se había quedado embarazada, porque el aparato reproductor de los vamp se encontraba en su boca.
El primer ataque de Baladi transformada, que lo golpeó en la cabeza con la espada de madera, había abocado al olvido a Blad. No sufría por perder un futuro hijo, pero sí porque sabía que acababa de fracasar en una misión. Lo peor era que no recordaba en cuál. No tenía recuerdos de nada anterior a la batalla contra los bastardos arqueros del bosque del demonio, cuando aún era demasiado joven.