Blad lloraba lágrimas de sangre. Se giró para observar por última vez la fortaleza majestuosa de Drak, el castillo que fue su hogar durante tantos años. Volvía a estar solo y desamparado; se sentía maldito y pensó en acabar con su vida, otra vez.
Entre tantos cadáveres de la última gran batalla, entre bastardos, religiosos, imperiales y los vampiros mezquinos que habían sido sus amigos, encontró dos rocas en las que fijar el mango de la espada del dragón. Decidió arrojarse contra ella y abandonar el mundo de los vivos. Moriría por la espada del dragón y no por otra.
En ese momento, escuchó a una tropa bastarda hablar y gritar en su molesta lengua; el suicidio podía esperar: El odio que sentía por los bastardos no conocía límites y la rabia que acumulaba tenía que pagarla con alguien.
Los desharrapados se dirigían hacía el castillo y llevaban a un extraño prisionero maniatado que, pese a que lo golpeaban y empujaban, no perdía una peculiar sonrisa. Su gesto llamó la atención de Blad que, a lo lejos, cruzó su mirada con la del curioso personaje.
El vamp recogió la espada de las rocas y desenfundó la lanza. Fue corriendo hacia los bastardos, que se prepararon para la lucha con rapidez al verlo llegar, pero no les sirvió de nada. Blad comenzó de nuevo su espectáculo sangriento: empalando a unos, alimentándose de otros y cortando miembros y cabezas con una facilidad y eficacia asombrosas. Ninguno de los veintitrés desharrapados que había en el grupo pudo contra el vamp, que prefería posponer su suicidio antes que dejar a algún bastardo vivo.
Blad limpió su espada con la ropa de un desharrapado y de un corte sutil liberó las manos del personaje maniatado. Era un señor mayor, de rasgos orientales y cabeza rapada, de baja estatura. El enjuto y anciano oriental continuaba con su enigmática sonrisa, parecía satisfecho, y el vamp no entendía nada.
—Y bien… ¿por qué estás tan contento? —le preguntó Blad.
—¿Por qué no iba a estarlo? —respondió el anciano en la lengua del vamp, con un extraño acento.
—Te iban a matar o a torturar los bastardos. ¿Quién eres, viejo?
—La pregunta es… ¿quién eres tú? —respondió sin perder la sonrisa el anciano.
Blad plantó la espada del dragón en el cuello del viejo en una décima de segundo, a gran velocidad, pero el oriental siguió mirándolo con su extraña sonrisa y sin inmutarse.
—Careces de miedo, viejo… O estás loco o eres un inconsciente — sentenció Blad, que estaba molesto y extrañado.
—Lanzas preguntas hacia fuera, pero sigues sin responderme… ¿Sabes quién eres tú?
Blad enfundó la espada del dragón.
—Soy… Blad, sobrino de Drak, general de los ejércitos de las tierras de Radu… —respondió con dudas, que surgían como flores coloridas, brillantes y dolorosas en la oscuridad de su mente tras los últimos acontecimientos en los que su memoria se había distorsionado.
—A mí no me pareces un general. Ni siquiera estas parecen tus tierras. Ahora mismo pareces un pájaro debajo del agua. Tú no perteneces a este sitio.
—Me estás enfadando con tu cháchara, viejo, y te voy a quitar esa cara de felicidad absurda que traes.
—A Gyo-ko le queda poco de vida y no serás tú el que se la arrebate. Desde la lejanía, he atravesado tierras, países y guerras. Ahora, por casualidad, te he encontrado. Ven y te ayudaré a que seas tú el que se encuentre a sí mismo, forastero.
El vamp no dijo nada, pero siguió al viejo, preguntándose qué querría de él un oriental loco.
—Dime, ya que se supone que perteneces a estas tierras, ¿conoces alguna cueva en la que podamos estar sentados tú y yo tranquilamente? —preguntó Gyo-ko.
—No necesito sentarme ahora —contestó Blad, que no entendía aquella actitud.
—Sí, vaya que lo necesitas. Vas a sentarte y no te levantarás hasta que no lo haga yo —dijo el viejo, que ejercía solo con su palabra y calma un enorme poder sobre Blad.
El vamp lo llevó hacia una cueva que conocía, alejada de la fortaleza de Drak y cerca del río. Fueron hasta allí al paso del anciano, cuya calma al caminar era como su extravagante carácter. El viejo le sugirió cerrar la cavidad bajo la montaña y encendió dos antorchas. El vamp, haciendo uso de su fuerza sobrehumana, los encerró con una gran roca, que hizo las veces de puerta en la cueva.
Acompañado por el viejo y sin saber muy bien el objetivo de aquello, Blad pensó que, como iba a morir, no perdía nada por hacer caso a ese señor enjuto, feliz y extraño.
Gyo-ko y Blad dejaron las antorchas en el suelo. El oriental se sentó en una difícil postura, la del loto, e invitó a Blad a hacer lo mismo:
—Bien, forastero, ahora siéntate y siéntete —le ordenó con amabilidad el viejo Gyo-ko, sugiriendo que imitara su postura.
El vamp se sentó con las piernas cruzadas y la espalda recta, igual que el viejo risueño, que en ese momento miraba al frente y entrecerró los ojos. Blad también los cerró.