Maniatado y dolorido, pero mentalmente en paz, Gyo-ko pensaba que ese extraño viaje o aventura tocaba a su fin, tanto su viaje físico, en el que se encontraba embarcado desde hacía meses por aquel mensaje atemporal que escuchó y siguió, como su viaje en sentido metafórico; parecía terminar su vida.
«La naturaleza es así», pensó.
No paró de escuchar a aquellos individuos del pueblo bastardo nombrar al demonio en lo poquito que entendía de su lengua: demonio maldito por aquí, demonio asesino por allá, el demonio ha sido vencido, el demonio se vengará… y así, los días que llevaba preso. No pudo evitar juzgar a aquellos individuos durante su larga travesía; los bastardos eran los humanos más incivilizados con los que se había topado en su viaje. De escasas costumbres y menor educación o refinamiento, se apoderaban del trabajo de otros por la fuerza. Para sus conquistas utilizaban la espada, la lanza, la piedra o cualquier arma, incluso los dientes, si hacía falta. Los bastardos se habían ganado el sobrenombre de «mala raza», no sin razones. El primer día le robaron la plata, el agua y la comida; no contentos con eso, intentaron quitarle también la sonrisa. Gyo-ko acabó por poner cara de dolor para que lo dejaran meditar en paz, no porque los golpes no le dolieran, porque le dolían, sino porque no temía a la muerte ni al dolor físico como ellos habían esperado. Los bastardos no lo entendían, porque en su escasa cultura no existían personas que hubieran rozado la divinidad como el maestro Gyo-ko, el último vástago de un gran linaje espiritual.
Llevaba varios días caminando sediento, avanzando a empujones, cuando, al salir de un bosque, dieron con una explanada espantosa en la que había cientos de cuerpos pudriéndose y miles de moscas pululando. Había sido una batalla cruel en la que se sesgaron almas humanas de manera gratuita. La sangre y la muerte habían teñido todo aquel escenario que tenía al fondo un castillo majestuoso. Los bastardos empezaron a gritar, a enfadarse, a refunfuñar en su lengua, pero con mucha más intensidad que otras veces, y destacaba la palabra «demonio».
—¡Demonio! ¡Demonio!
Gyo-ko esperaba ver a un demonio gigante, alado, envuelto en llamas o humo, pero nada de eso pasó. Lo que sí vio fue a un joven de tez verdosa ataviado como un noble guerrero, cuya mirada se fijó en los bastardos que apresaban a Gyo-ko. La mirada de profunda desesperación de aquel chico se cruzó con la suya y le hizo sentir una absoluta compasión, porque le llegó la vibración de su dolor hasta lo más hondo.
Un extranjero sin guía, el extranjero del mensaje atemporal, el mensaje por el que Gyo-ko había comenzado su viaje. Ahí estaba, aunque no era un demonio, sino un ser distinto.
El guerrero entró en furia y parecía un demonio, porque su fuerza no era natural ni tampoco su velocidad. Los bastardos se armaron y se defendieron como pudieron, pero todos y cada uno de ellos cayeron derrotados y con miembros cercenados; algunos acabaron secos, pues el guerrero se alimentó de su sangre.
Al terminar, el muchacho limpió su gran espada, que lucía un precioso dragón, ante la mirada sonriente de Gyo-ko.
—Y bien… ¿por qué estás tan contento? —le preguntó el extraño guerrero.
—¿Por qué no iba a estarlo? —respondió en la lengua del chico, sonriéndole.
—Te iban a matar o a torturar los desharrapados. ¿Quién eres, viejo?
Por un instante, Gyo-ko, como homenaje a su vida, quiso recordar todo su pasado:
Saito, ese había sido su nombre. Hijo de una familia muy humilde de campesinos, de un lejano país del oriente. Nunca tuvo derecho a entrar en el dojo, pero, a base de esfuerzo, logró su objetivo. El gran maestro Harou le permitió en su adolescencia barrer el dojo donde los nobles meditaban, limpiar las estatuas y rellenar de velas e inciensos aquel lugar sagrado, no sin antes tenerlo tres meses suplicando cada día por aquel puesto de trabajo. A cambio, no recibiría comida ni salario, y solo podía quedarse fuera a escuchar los sermones y los cantos que le hacían recordar para qué había nacido.
Poco a poco, Saito fue adquiriendo nuevas responsabilidades como limpiar las ropas o tejerlas y remendarlas, cocinar o encargos más importantes como la contabilidad del dojo, hasta que, con los años, Harou le permitió sentarse a meditar.
Al entrar en la edad adulta, tuvo su primer golpe de divinidad. Harou lo percibió y lo nombró su vástago espiritual, el siguiente maestro en la línea sucesoria de aquel dojo. Poco a poco, Saito abandonó su ego para convertirse en Gyo-ko, que significaba «la montaña», pues su fe y constancia le permitieron convertirse en una persona aceptada en el dojo, encontra de la presión que ejercía la sociedad por sus humildes orígenes.
A la muerte de Harou, Gyo-ko continuó siendo el maestro y consejero de los nobles del lugar, pues era una verdadera divinidad; libre de ego y de aspiraciones mundanas, se dedicaba a ayudar a todo aquel que quisiera mejorar su mente y su espíritu.
Cada cierto tiempo, Gyo-ko, tenía la costumbre de hacer meditaciones profundas que duraban días, a veces incluso semanas. En una ocasión, aislado en el abismo de su alma, percibió un extraño mensaje lejano, distorsionado y atemporal que decía: «Sé el guía del extranjero».
Todo lo sobresaltado que podría estar un iluminado, había despertado Gyo-ko de aquella profunda meditación. Sabía que no existían los dioses verdaderos ni creía en demonios, pero aquel mensaje era especial, un mensaje embotellado de un ente anónimo que había traspasado el tiempo y el espacio hasta llegar a su presente.
Gyo-ko ya era anciano y solo él, de todos los practicantes de meditación, había percibido aquel mensaje. Locura o no, había sentido curiosidad y nombró a su alumno más aventajado como sucesor espiritual y nuevo maestro del dojo. Se marchó con algo de comida y de plata, aún de noche, sin grandes despedidas. Aquel mensaje se había cruzado en su vida y, pese a que podía parecer una locura, el intentaría hacer caso a su instinto, a su espíritu, y no a su cuerpo anciano, que le pedía paz y asiento.
Viajó con paso lento a través de distintos climas, distintas tierras, distintas gentes e idiomas. Sus años dedicados al estudio le vinieron bien para comunicarse y desentrañar palabras en idiomas que, poco a poco, agudizando el oído, iba comprendiendo.
Tras pasar un desierto mágico y duro, Gyo-ko llegó a unas tierras donde los ciudadanos que iba conociendo le advertían de que no siguiera por aquel sendero que llevaba, pues conducía a países donde una raza de malhechores guerreaba sin cuartel desde hacía décadas. Sin hacer caso de las advertencias de las buenas gentes, Gyo-ko, quizás por instinto o dejándose llevar por un misterioso hado, cayó en manos de un grupo de bastardos que le robaron, maniataron y maltrataron. Fue la primera vez que le ocurrió algo así en su andanza.
Gyo-ko comprendió que su destino estaba ahí cuando cruzó la mirada con el extranjero, al que solo podría enseñarle lo que él había aprendido en el dojo: sentarse a meditar.
—La pregunta es… ¿quién eres tú? —respondió Gyo-ko con otra pregunta al guerrero de tez verdosa, sin perder la sonrisa ante la expresión de asombro del joven.
El maestro y el extranjero buscaron una cueva para sentarse y reconocerse a ellos mismos, a solas.