La última predicción de su abuela en el lecho de muerte había sido clara: «Cuídate de los hombres azules». No sabía si era por condicionamiento o coincidencia, pero Caty soñaba con su muerte de manera reiterada: unos seres gigantes y azulados, sin mediar palabra, la golpeaban hasta matarla.
La abuela de Caty había sido una gitana a la que todos temían y respetaban, además de la última de un linaje que tenía poder suficiente para adivinar el futuro y canalizar la voluntad de los grandes espíritus. Pero aquello, mito o no, se había perdido: la madre de Caty no fue una pitonisa, sino una persona mezquina y cruel; lo único que logró fue que Caty se marchara de su casa cuando era una adolescente.
Caty quiso seguir el destino de su abuela, a la que había tenido en gran estima, y recuperar el poder de su familia. Estudió libros esotéricos con ahínco: sobre lectura de cartas y el destino en las estrellas o en los restos del té. Pero al final se conformó con ser una pitonisa que lanzaba mensajes al aire y esperaba una respuesta del oyente en forma de emoción o en su lenguaje corporal. Caty se convirtió en una bruja de circo, mediocre y engañabobos. Al menos, tenía trabajo.
Pasaron los años y su habilidad no mejoró. El trabajo se convirtió en monótono y ella predecía lo que la gente esperaba oír. Con sus rasgos y una buena indumentaria, se ganó cierto respeto y admiración.
Por alguna extraña razón Caty les daba calabazas a todos los hombres. No se sentía atraída por ninguno, ni tampoco por ninguna mujer. Pese a su juventud, no estaba interesada en formar una familia ni nada por el estilo; ni siquiera le interesaba el sexo, era célibe.
Con esa libertad y sin cargas familiares, pudo viajar sin problemas con el circo ambulante que recorría el mundo y pasaba una semana en cada gran ciudad.
Poco a poco, la pesadilla de su muerte se volvió cada vez más recurrente y nítida. Incluso empezó a desarrollarse de forma diferente: el más vivido fue un sueño en el que una mirada roja y maligna la observaba desde la lejanía. Los hombres azules entraban en la carpa donde ella trabajaba, uno de ellos la seducía, la besaba, y después los otros la mataban.
Caty sintió que en parte estaba recuperando el poder de su abuela, pero jamás supo dilucidar ni tener claridad alguna en lo que respectaba a esta historia.
Un día, una extraña fuerza la invitó a salir fuera de su carpa y ella obedeció. Observó a un matrimonio que tenía un bebe risueño de pelo rubio. Al alzar la vista, quedó totalmente enamorada del padre del niño, Marcus.
Poco después, Marcus se presentó en su caravana circense y, sin mediar palabra y por primera vez, ella se entregó a la mayor de las lujurias. Durante aquellas visitas de Marcus se besaron e hicieron el amor hasta la extenuación. Pero justo cuando el circo abandonaba la ciudad, rechazó a Marcus. Él sería el único amor de su vida. Caty volvió a no necesitar a un hombre ni cariño ni sexo.
Meses después, nació el hijo de ambos: León. Ella jamás le dijo nada al padre. Para aquel entonces, un nuevo sueño invadía cada una de sus noches: la luz de tres lunas enredadas en tubos, muy lejanas, envolvían y protegían a su hijo de una mirada roja y cruel, la misma mirada que llevaba años persiguiéndola.
Un día, el señor Anthoine, un viejo amable y barrigón, se llevó a pasear a León. Era el dueño del circo y le tenía mucho cariño al chico y, en parte, ejercía de padre por el afecto que le tenía a la joven Caty.
Aquel día, en el que ella se encontraba a solas en su mesa, jugueteando con su bola de adivinar el futuro, unos grandes hombres de piel azulada y pelo rojizo, ataviados con traje, corbata y gafas de sol, entraron en su carpa y le quitaron la vida sin mediar palabra.