En una de sus meditaciones, Thiram había sentido una presencia y dudó. Había escapado a sus planes. De ser así, la señal extraña que habían encontrado en la Tierra solo podía pertenecer a uno de los trillizos. Pero ¿cómo? El tiempo en aquel planeta pasaba cien veces más deprisa que en Qaion. ¿Podía vivir tanto un vamp? Había mandado a dos de sus mejores asesinos a buscarlo y acabar con él. Al Maldito no le gustaba dejar cabos sueltos.
En la Tierra, los orz gigantescos, vestidos de traje y corbata, no cuadraban en medio de un bosque. Tenían un tamaño y una vestimenta inapropiada que los delataba. Surgió del brazalete de uno de ellos una imagen holográfica que le indicaba algo con insistencia y frenaron en seco, al encontrar a su objetivo.
Frente a ellos se encontraban varios árboles y, justo detrás, lo que parecía la entrada a una cueva, cerrada por una gran roca. Se podía ver una pequeña abertura y uno de los orz, el más grande, se adelantó. Desde donde estaba, olfateó el interior de la cueva y comenzó a empujar la roca de la entrada mientras gemía. Empezó a sonar un gran estruendo y el suelo se quebró a sus pies.
La luz y aire limpios se introdujeron por primera vez en varios siglos en ese lugar oscuro. Frente a ellos, en la oscuridad, se encontraban dos seres sentados en la posición de loto: uno de ellos era un cadáver, un esqueleto vestido de negro como un monje zen; a su izquierda, se encontraba otro ser que parecía no respirar. Tenía los ojos cerrados y unas facciones verdosas y viejas. Vestía ropa de cuero.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó un orz en la lengua de su planeta, con cierto tartamudeo.
—Parece muerto, pero el radar dice otra cosa —dijo el orz más alto y grandullón.
—¡Atacad ahora, inútiles! ¡Matadlo! ¿A qué esperáis? —La voz atronadora de Thiram salió del brazalete de un orz.
El monstruo más grande corrió con una furia animal y, a una velocidad que delataba que no era humano, golpeó al ser verdoso y viejo que se encontraba sentado. Se dedicó a darle patadas con su fuerza sobrenatural y levantó el cuerpo. Lo lanzó contra la pared y lo estrelló. Se dio la vuelta para decirle a su compañero orz que todo había acabado. Habían cumplido su misión.
—Bien hecho. Os recompensaré por esto —dijo la maléfica voz de Thiram por el comunicador del brazalete.
Al oír aquellas palabras de su emperador, los orz se pusieron contentos, estaban orgullosos de ellos mismos. En ese instante de alegría, una sombra abrazó a uno de ellos por la espalda. Como un animal hambriento, el ser al que acababa de apalear y patear le rompió el cuello y lo mordió. Emanaba mucha sangre de la que se saciaba con gusto. Dejo caer al orz fortachón, que se desplomó como un muñeco de trapo, abatido.
Su compañero entró en cólera y, haciendo uso de su velocidad antinatural, atacó al ser que acababa de vencer a su acompañante. Pero fue más rápido el supuesto moribundo de la cueva pues, al lanzarle un golpe, lo esquivó con gran habilidad y velocidad al tiempo que lo agarraba para beber de su sangre. Mientras el ser recién alimentado salía de la cueva para encontrarse con un día soleado, los dos orz ensangrentados y jadeantes, yacían vencidos en el suelo.
—¡Dejad de hacer el estúpido y poneos en pie! No os he matado —les gritó Argón.
Tras beber la sangre, su cuerpo se vigorizó y recuperó la juventud que había perdido en su estado meditativo durante siglos, en el interior de aquella cueva. Su cuerpo se había convertido en una especie de semilla que mantuvo su vitalidad intacta y escondida todo aquel tiempo de viaje espiritual.
Temblorosos, los dos orz se levantaron, aunque su piel se había tornado verdosa y sana, pero tenían las ropas ensangrentadas y sucias. Parecía que no les hubiera pasado nada.
—¿Qué… qué nos has hecho? —preguntó el orz fortachón.
—Me he alimentado de vosotros. Salid fuera, aquí os espero —les dijo Argón, que había rejuvenecido por completo.
Los orz salieron de la cueva a toda velocidad para atacar a su enemigo que les daba la espalda. En el momento en que los rayos del sol iluminaron sus rostros, comenzaron a arder, explotaron y desaparecieron, convirtiéndose en polvo como siglos antes pasó con todos los que habían sido alimento de Argón. Lo único que quedó de ellos fue un brazalete que uno de los gigantes había tenido enganchado en el brazo. Argón se agachó a recoger la máquina y se la colocó.
—La suerte está de mi lado —dijo con júbilo—. He vuelto a recordar quién soy y por qué vine aquí… Y ahora tengo una máquina para encontrar al Único.
Se dibujó un holograma, una imagen que salía de su nuevo aparato. En la imagen medio distorsionada se veía un torso con una cara blanca que poseía ojos penetrantes rojos y una cabeza de cristal que dejaba ver un cerebro que parecía humano.
—Saludos, Argón del planeta Qaion —le dijo el holograma en una extraña lengua que el vamp pudo entender—. Soy Thiram, emperador del planeta Orz y señor de los destinos del universo. Eras al último al que esperaba encontrar. Solo tú serías capaz de matar a mis soldados en ese planeta. Parece que el inútil del visionario se equivocó al enviarte allí. Te dábamos por muerto y ahora resulta que te entrometes en mis planes.
Argón se asombró al mismo tiempo que una ira nacía en su interior.
—El visionario… ese farsante. Tú eres el que manejaba a ese títere y le daba información… —dijo—. Ahora veo claro que el ataque a mi planeta, la muerte del verdadero visionario y las guerras de Qaion fueron cosa tuya y de ese malnacido.
Thiram, con una expresión indiferente y un tono que carecía de sentimiento, le respondió:
—Te haré una propuesta, encuentra al Único y haré como que no ha pasado nada. Si te unes a mí, volverás a tu planeta sano y salvo. Si te niegas, mi ejercito orz de la Tierra te aniquilará.
Lleno de rabia, Argón intentó golpear el holograma, sin resultado, y enfurecido le respondió:
—La propuesta te la haré yo. Veo que pones mucho interés en encontrar al Único, pero no debes temerlo a él sino a mí. Seré yo quien te destruya.
El holograma desapareció. Thiram captó el mensaje. Aquel día, en Orz no hubo ninguna de las risas que solía haber durante los pequeños juegos de estrategia y logros del emperador en La Aguja.
Argón entró en la cueva y recogió sus antiguas armas del dragón. Miró al cadáver de Gyo-ko con un profundo agradecimiento y salió otra vez a la luz del día. Mientras se colocaba el cinto de la espada y la lanza a la espalda, se paró en seco y miró su nuevo aparato enganchado al brazo.
Comenzó a reír. Había tenido mucha suerte. Esa máquina no solo era un radar, sino también ayudaba a hablar idiomas desconocidos. Parecía que aquel aparato hiciera magia. Argón apretó un poco los músculos por la zona de la espalda y las alas que le habían cortado en Qaion le volvieron a surgir, vigorosas; la máquina le había curado aquel daño crónico.
Recuperado física y mentalmente, con sus alas preparadas para alzar el vuelo, las armas del dragón y el aparato-radar de los secuaces de Thiram, Argón estaba listo para comenzar de nuevo su vieja misión: encontrar al Único en la Tierra y, sobre todo, vengarse de sus enemigos.