La colina del aullido era un gran espacio natural, protegido por el gobierno de la zona. No era un lugar de recreo, sino uno de los pocos sitios donde la madre naturaleza aún ejercía su dominio absoluto. Aquellas colinas tenían grandes bosques y barrancos. En él habitaban criaturas de todo tipo, un auténtico ecosistema intacto que también tenía depredadores: los lobos. Las manadas competían con los humanos por el territorio y eran peligrosos en épocas en las que sufrían escasez de alimento.
Un día, un vehículo entró a escondidas por un camino, oculto por el amparo de la noche. Paró y desde su interior empujaron a un gran perro asustado que no entendía nada; a Lobo lo estaba abandonando su familia. Era un mestizo mitad perro, mitad lobo, y poseía un gran tamaño; un animal noble al que dejaban olvidado a su suerte en aquellas colinas.
Los primeros días de soledad buscó humanos, pero no dio con ninguno. Pasó hambre, por lo que comenzó a perder peso; intentó cazar cualquier tipo de bicho que se moviera, y tuvo que alimentarse de lagartijas y pequeños roedores. Pasó mucha sed y bebió de pequeños charcos; le costó mucho dar con un pequeño manantial de agua cerca de la zona donde se asentó.
Poco a poco, a base de prueba y error, consiguió alimentarse de conejos jóvenes e incautos que le permitieron seguir con vida y mejorar su nivel de caza hasta que comenzó a cazar presas más difíciles y grandes que volvieron a restablecer su nivel de peso adecuado. Acabó convirtiéndose en un cazador magistral de pequeños jabalíes y ciervos.
Otro de los inconvenientes que se encontró fueron los parásitos, algo que jamás había soportado: pulgas y garrapatas. Aquella plaga le duró algo más de una semana. Las infecciones lo debilitaron y se estaba volviendo loco de tanto tener que rascarse. Un día, frotándose sobre ciertos tipos de plantas, Lobo se dio cuenta de que los parásitos odiaban aquellos aromas y se esfumaban. Siempre intentaba ir a aquel lugar a darse una frotada para mantener a los bichos molestos a raya.
Todo empezó a ir bien en la vida de Lobo, aunque, como animal social que era, echaba mucho de menos a su familia y seguía sin entender qué había pasado. Uno de aquellos días, encontró un rastro fresco de unos seres extraños que parecían de su especie. Cuando localizó a la manada, Lobo se quedó perplejo, pues se movían de una manera que no era capaz de comprender. Su lenguaje corporal era distinto, por lo que no hablaban su idioma. Se vio rodeado de varios de aquellos tipos que lo olieron con lo que parecían muestras de asco y desconfianza. Uno de los jóvenes de aquella manada, de pelaje plateado, fue el primero en atacarlo; un ataque que no fue ni amistoso ni de advertencia, en el cuello.
La manada intentó matarlo. Sin saberlo, Lobo se había metido en el territorio de caza de aquel grupo y les estaba medrando el alimento desde hacía unas semanas. Habían visto en él un competidor que además les vacilaba, porque se atrevía a pisar su territorio. Lobo no lo sabía, pues eso no le había pasado en la ciudad, donde cualquier perro que había encontrado estaba más que alimentado.
Lobo sufrió dentelladas que le dañaron algunas patas, pero consiguió escapar lejos de la manada. Al no poder cazar por las heridas, empezó de nuevo a perder peso y peligró su vida. Una noche, vio por primera vez a un humano y el olor fue irresistible. Al advertir la presencia de Lobo, el humano le regaló un gran cacho de carne asada, que era lo que más necesitaba en aquel momento.