Hacía un frío de cojones. Escapar a la colina del aullido y salir de la ciudad había sido la única vía de escape en aquel momento en el que León no tuvo tiempo ni de pensar. Todo había sido muy confuso a la par que rápido y real. ¿Sería por el abuso de la absenta, del alcohol de las últimas semanas? No. Era más real que cualquier mal viaje producido por drogas psicotrópicas, más real que la peor de sus pesadillas.
Las colinas del aullido, bajo el manto de la noche y la luz de la luna, era el lugar ideal para esconderse: kilómetros de valle, montañas, grandes barrancos y vegetación frondosa, un sitio donde habitaba tanta vida salvaje que daba miedo; podría salir cualquier bicho o manada de bestias a su encuentro. León sintió pavor, porque no se había criado en el campo y todos los animales que había conocido en su vida habían estado enjaulados en el circo.
Al adentrarse en la profundidad del bosque y sintiéndose lejos de todo peligro —aunque aún con la mente dándole vueltas a lo sucedido con el monstruo y su supuesto padre—, León vio lo que parecía un ciervo rezagado y cansado. El ciervo jadeaba y se movía lentamente, como si hubiera corrido para huir de algo. Hambriento y al ver que el ciervo no advirtió su presencia, León cogió una piedra del suelo, saltó y, estirándose como le habían enseñado los acróbatas del circo, le quitó la vida al animal con dificultad y a golpes, como un cazador novato.
Un rato después, con una fogata encendida, no sin asco y manchas de sangre, ya había despellejado parte del animal. Espetó una pata trasera y la corteza de la carne empezó a crujir y a oler a brasa, a buen alimento.
Cuando León se estaba acabando su pata de ciervo sin disfrutarla demasiado, pues aún estaba en shock por lo sucedido, vio a un gran lobo o un perro que se acercaba al fuego. No sintió miedo y le lanzó al animal la pata de ciervo sin empezar. Con cierto recelo al principio y sin dejar de mirar a León, el animal se agazapó sobre el gran hueso repleto de carne para devorarlo con ansia. Parecía que no había comido en días.
El perro lobo terminó de comer y de lamer la pata con normalidad, acercándose al fuego cada vez con menos recelo. Cuando acabó, el lobo empezó a rascarse con la pata trasera tras la oreja para quitarse alguna que otra pulga o por nerviosismo. Se levantó y se giró, mirando de reojo a León mientras movía con timidez el rabo. Luego se marchó.
León se quedó dormido al fuego. El único animal que pudo dañarlo aquella noche se había ido con toda naturalidad. La borrachera de absenta se notó sobre todo al despertar, porque la cabeza le daba vueltas y se hacía mucho pis.
Después de una meada larga y relajante, León advirtió que al lado de la fogata estaba el brazalete que certificaba la realidad de lo sucedido la noche anterior. Su supuesto padre le había dado aquel aparato con propiedades mágicas o lo que fuera. El miedo le recorrió el cuerpo como un escalofrío. Aunque el día era soleado y precioso en aquel entorno, la mente de León volvía a ser un infierno.
En aquel lugar no tenía a mano ninguna botella de alcohol para seguir con la rutina de los últimos tiempos: emborracharse y abstraerse de su vida. Lo que sí que vio fueron los restos del ciervo que había cazado la noche anterior; se los cargó al hombro y se dispuso a buscar una cueva o resguardo donde alojarse el tiempo suficiente hasta que terminara el jaleo. Podrían acusarlo de asesinato o algo peor.
Cuando encontró una cueva y encendió la fogata para comer, el olor atrajo de nuevo al gran perro lobo de la noche anterior. A la luz del día, el animal se veía magullado por dentelladas. León lo entendió rápido: ese gran perro estaba solo y lo había atacado una manada de lobos. Como había ciervo de sobra, alimentó al perro y el animal esta vez sí que se acercó y le devolvió el favor a base de lametones mientras dejaba que León lo acariciara. Acababa de nacer una amistad.
—Te llamaré Lobo, porque lo pareces y estás en la colina del aullido —dijo León mientras el animal le empezaba a coger gusto de nuevo a las caricias humanas.
Al día siguiente, el animal se atrevió a jugar con León y parecía haber recuperado su vitalidad. Las heridas las tenía casi cerradas y el chico pensó que debían cazar.
Cuando entre los dos cazaron al primer conejo, el vínculo entre ellos se hizo patente y comieron una presa conseguida por ambos. Ajeno al peligro que corría y sin ver más humanos ni orz, León hizo su vida durante aquella semana con Lobo, obviando todo el mal que le había pasado, como si se tratase de una mala pesadilla de la que había despertado. No pensó si podría o no vivir allí en el futuro. Disfrutó de aquella semana como si fuera un humano cazador del pasado, un cazador de los tiempos de las cavernas junto a Lobo.
Uno de esos días, León corrió todo lo que pudo tras dar con un ciervo rezagado, pero Lobo no siguió la persecución y se quedó a las puertas del bosque, ladrando a León con insistencia. El chico no lo entendió muy bien y se quedó parado. Escuchó un grito delante, que venía del ciervo que se le había escapado. León observó varios animales en movimiento.
León corrió todo lo que pudo para salir fuera del bosque, saltando todo tipo de matorrales y troncos. La manada se había percatado y lo seguían a toda velocidad. Uno estuvo a punto de morder a León, pero Lobo de un salto lo empujó y siguieron corriendo como pudieron, perseguidos por aquella manada hambrienta.
Muerto de miedo, León pensó que debían encontrar la cueva cuanto antes, pues el fuego los ahuyentaría. Pero, mientras corría, no vio que se acercaba a uno de los barrancos y, pese al ladrido de advertencia de Lobo, le costó reaccionar. Se estrelló contra ramas y tuvo algún pequeño golpe lateral contra algún saliente de roca. Cayó a una pequeña corriente de poca profundidad, por lo que amortiguó el golpe, pero se hizo daño en uno de los tobillos.
Salió del agua y, con muchísima dificultad debido a su cojera, llegó a su cueva donde lo esperaba el fuego encendido que era la mejor protección posible. Iba dolorido y magullado. Tener ese problema en la naturaleza significaba la muerte. Lobo llegó a la cueva y comenzó a lamerle las heridas. Esta vez, el animal había salido intacto de su encuentro con aquellos enemigos.
Entre dolor, fiebre y dudas, León vio aquel aparato que le había dado su padre. ¿Lo curaría, si se lo ponía? León probó suerte y el aparato le curó de inmediato todas las heridas.
A cambio, los orz supieron dónde encontrarlo por la señal que emitía el brazalete. Por suerte, Argón también.