Argón pasó mucho tiempo fundiéndose con las normas del bosque y haciendo suyas las leyes de la naturaleza terrestre. Estaba en lo más alto de la cadena alimenticia y ningún humano era rival para él. Aprendió a leer las expresiones de las personas y también el contenido de su alma a través de sus ojos. Para alimentarse, daba caza a los que consideraba malhechores; si tenía que elegir entre beber sangre de un humano honesto o de un delincuente, jamás se equivocaba.
Un atardecer se encontraba en los lindes exteriores del bosque del demonio. Observaba desde lejos cómo una comitiva de humanos, repartidos entre los árboles limítrofes, esperaban, escondidos. Nunca había visto tantos juntos y con tantísimas armas. Argón olía el miedo, pero esta vez no temían su presencia, era distinto. Esperaban a alguien y temían la confrontación.
El interés de Argón fue en aumento. Con su mirada adaptada a la oscuridad, observó a lo lejos cómo la cabalgata de humanos se acercaba poco a poco. Había un carruaje precedido y seguido por guerreros bien armados a caballo y engalanados con relucientes armaduras. Los que esperaban en los límites les tenderían una emboscada. Argón ya había vivido esta situación en Qaion, cuando sucedió la invasión. La tensión y el miedo que flotaban en el ambiente eran fruto inequívoco de que se aproximaba una batalla.
El demonio se adelantó más para husmear y, ya de cerca, vio a los caballeros que se iban aproximando. Las caras de los que los esperaban escondidos eran muy distintas: tenían barbas negras, greñas y piel oscura, llena de suciedad; eran unos desharrapados de ropas andrajosas. Los caballeros, en cambio, tenían la piel más clara y estaban ataviados con armaduras pesadas y relucientes, acompañados de grandes corceles de guerra. Argón pensó que, salvando las distancias, eran tan distintos como los vamp y los kant de Qaion.
Al acercarse el carro lujoso a la linde del bosque, los arcos de los andrajosos empezaron a cantar desde la inmensidad del bosque. Hirieron a los enemigos y atravesaron sus armaduras, que de nada servían contra las flechas disparadas desde arcos bien tensados. Los caballeros se apelotonaron alrededor del bonito carruaje para proteger lo que tuviera dentro.
Argón aprovechó el momento para partirle el cuello y alimentarse de uno de los arqueros de piel sucia. Bebió su sangre y le robó la espada con la que le corto la cabeza para asegurarse de que no volvería a la vida. Ya armado, subió con la agilidad a un árbol para seguir observando la batalla, pero una flecha lo alcanzó en un brazo. Estaba en peligro.
Gritos desesperados y desgarradores resonaban desde la linde del bosque. Los caballeros heridos fueron menguando en número hasta que casi no quedó ninguno en pie. Luchaban contra un enemigo invisible que hacía volar las flechas con mucha precisión y oficio.
El vamp se puso del lado del débil, porque lo habían atacado los arqueros escondidos. La flecha, que seguía clavada en el brazo, le dolía. Se la arrancó como pudo mientras otra flecha le rozaba la cara, tan cerca que el silbido lo puso en tensión —odiaría las flechas humanas desde aquel entonces—. A gran velocidad, se acercó hasta tener frente a frente al humano que lo había herido, un ser de piel sucia y barba negra como el carbón. Antes de que pudiera coger la siguiente flecha del carcaj, el arquero ya tenía la cabeza separada del cuerpo. Argón era un diablo que decidía quién vivía y moría en el campo de batalla; en su bosque era inigualable.
Después de arrebatarle la vida al infeliz arquero, Argón corrió al lugar donde estaba el carruaje. Tres desharrapados barbudos sacaban a golpes a un humano de edad avanzada y con pinta importante que estaba dentro del coche. También había un niño que sería de la edad de Argón. El vamp se quedó sorprendido y perplejo, porque era la primera vez que veía a un humano tan joven que se encontraba en peligro. No tardó en reaccionar para ayudarlo, porque quería ser su amigo sobre todas las cosas, pues se sentía solo.
—¡Dejad a mi hijo! —gritó el pobre anciano mientras uno de los barbudos lo golpeaba en el estómago y otro por detrás en la cabeza, hasta hacerlo caer al suelo. El tercer desharrapado levantó al niño un palmo del suelo, agarrándolo del pelo. El pobre niño gritaba desconsolado y Argón no pudo aguantar esa imagen.
La cabeza del barbudo que agarraba al niño voló libre y entró por la puerta del carruaje con inerte expresión de asombro. El padre anciano y magullado, que había perdido toda esperanza, se quedó perplejo al ver a un joven de piel verdosa desnudo, con dos grandes cicatrices en la espalda y con una espada de mayor tamaño que él, repartiendo amor en forma de muerte.
Los barbudos dudaron ante atacar a Argón, justiciero que se mostraba por primera vez fuera de su bosque, o no. Pero no hubo choque de espadas. Una velocidad que cualquier humano tildaría de brujería hizo el trabajo, dejando otras dos cabezas rodantes en la cuenta de Argón, que se estaba volviendo un especialista en cercenar cuellos.
Cuando todo acabó, el padre abrazó a su hijo sin dejar de mirar perplejo a Argón.
—¿Quién eres? —le preguntó.
Argón no respondió, porque no entendía lo que el humano le decía. Tiró la espada y se sentó en el suelo a mirar al padre y al hijo, que curiosamente le recordaba mucho a su hermano Argol.
El niño le dijo a su padre con inocencia:
—Es el ángel del bosque, ha venido a salvarnos de los demonios.
Argón no sabía que había conseguido contactar directamente con la élite social de aquellas tierras. El padre era Drak, el anciano y noble señor de aquel bosque y todo lo que rodeaban aquellos montes; el niño era Radu, su hijo. Pronto se convirtieron en la familia humana de Argón.
Drak, se llevó aquella noche a Radu y a su nuevo ahijado Argón, al que llamó Blad, y lo adoptó para siempre como su sobrino y heredero. El señor pertenecía a una estirpe legendaria de aquellas tierras altas y lluviosas, un lugar fronterizo en el que ejercía de cacique local de un imperio más grande y al que protegía sobre todo por raza y honor. Le fue muy difícil concebir hijos y Radu no había nacido como un niño sano; era enfermizo y no tenía cualidades para ser un guerrero, para continuar con la estirpe. Blad era la respuesta que su dios le enviaba en forma de regalo y Drak devolvió a Argón todo el cariño que pudo, como si fuera su propio hijo.
El vamp Blad, sobrino del señor Drak, empezó a sentir la corte del castillo donde habitaban como un lugar donde volver a recuperar el calor del hogar, como allá en el lejano Qaion había estado con sus hermanos y su padre.
Pronto aprendió varias lenguas humanas y, pese a que él ya sabía manejar la garra metálica de los kant, en el castillo le enseñaron el uso de la espada y el oficio del lancero. Los maestros armeros no tardaron en reconocer que era el guerrero con más talento que jamás habían conocido.
Radu, su nuevo hermano, se convirtió en su amigo inseparable. El auténtico problema llegó cuando en la corte empezaron a circular los rumores sobre brujería, sobre que Blad no se alimentaba, sino que, pese a su edad, siempre bebía vino. También se hablaba de la desaparición constante de los asesinos y malhechores que habitaban en las celdas del subsuelo del castillo. Estos rumores crearon a Drak un problema con los religiosos del lugar y, como señor orgulloso que era, los expulsó de sus tierras por injuriar a su sobrino. Lo que no sabía era que sería la raíz de todos los problemas que vendrían después.
En ese tiempo próspero, que se enlazó con un periodo de paz en la zona, Blad y Radu crecieron en cuerpo y mente. Radu, siempre enfermizo, se enfocó más en el estudio de leyes y estrategias militares, aunque sin dejar de lado su formación como espadachín y lancero. Blad se ganó el favor de toda la corte, sobre todo de Baladi, tanto por sus aptitudes con las armas como por el miedo que era capaz de impregnar a cualquiera que lo viera usar un arma; en aquel entonces se decía que era invencible.
Un día, Drak estaba en sus aposentos junto a Radu e hizo llamar a Argón y le dijo:
—Blad, debido a mi vejez ya no puedo empuñar un arma. El día que te encontramos nos salvaste. Radu y yo estamos de acuerdo en que nos permitas el honor de vestir las armas del dragón, armas que se fabricaron de un metal que cayó del cielo. Fueron un gran regalo del imperio por nuestra protección de la frontera. Queremos que las empuñes tú. Este honor te pertenece, hijo.
Blad se arrodilló ante su señor, al que quería como a un padre, y agarró las armas con fuerza. Fue un momento muy especial para Argón, pues cogió por primera vez las armas con las que conseguiría su venganza. Eran una espada y una lanza, ambas adornadas con una cabeza de dragón en el mango, cuyos ojos fieros eran de rubí; eran armas preciosas y relucientes, a la par que peligrosas. Esas hojas inspiraban terror, no solo por cómo eran, sino porque Drak las había usado con mano presta y su historia en aquellas tierras ya era una sangrienta y respetable leyenda.
—Les darás uso pronto, pues los bastardos se agolpan de nuevo en las fronteras, según dicen nuestros espías —dijo Drak, sonriendo.
—Con estas armas ajusticiaré a cualquiera que se atreva a pisar sus tierras, señor —respondió Blad, aún de rodillas, admirando el filo de sus nuevas armas.
—Voy contigo, hermano —se ofreció Radu—. Es hora de que la nueva generación escriba con letras de sangre la historia de honor de nuestra familia.
En ese momento, un mensajero entró en la sala y se arrodilló.
—Hablad ahora —dijo Drak.
—Mi señor, traigo malas noticias. El emperador os declara enemigo de nuestro dios y os expulsa del imperio por malas artes y brujería. Esta misma nota se la han hecho llegar a los bastardos, que a estas alturas ya deben de saber que hemos sido expulsados del reino y no tenemos aliados —contó el mensajero, que además de exhausto, parecía afectado por las malas noticias que acababa de transmitir.
Drak no dijo nada, pero su expresión sí que lo decía todo. Aquel incidente con los religiosos por las injurias contra Blad había tomado forma en la expulsión como aliado del imperio. «Estaban jodidos», pensó. Ahora tenían que luchar contra el ejército bastardo, sin ningún tipo de ayuda del emperador, y esperar no ser atacados por este o por un ejército de los religiosos, que eran peligrosos, pues en sus filas anidaban fanáticos.
—A la mierda el imperio —dijo Radu—. Tenemos a Blad con nosotros.
Blad no dijo nada, pues leía la enfermedad que nacía en la expresión de su señor.
—Llevadme a mis aposentos —dijo Drak—. No más noticias ni audiencias por hoy.
Esa noche, muy enfadado y en soledad, aprovechando la oscuridad, Blad salió a probar sus nuevas armas y sobre todo a alimentarse. Bajo un manto de nocturnidad, pronto llegó a un campamento–avanzadilla de los bastardos que, por primera vez en mucho tiempo, se habían atrevido a entrar en esas tierras. Al parecer, la noticia de la traición imperial les dio esperanza.
Blad se dejó ver, seguro de sí mismo. La docena de bastardos del campamento dio la alarma a gritos y se armaron, pero, antes de que los rezagados cogieran sus espadas, ya habían sido empalados con la lanza del dragón. Por la ira tras las ultimas noticias de traición, ambas armas se tornaron cien veces más peligrosas de lo que contaba su leyenda.
La espada del dragón hizo mucho daño: miembros cercenados, cabezas rodando… Toda una colección de sangre en su haber. Blad terminó con los desharrapados con facilidad.
Al amanecer, las puertas del castillo se abrían al vampiro, que traía de vuelta una vestimenta de sangre, una docena de caballos y todo tipo de armas como motín de guerra.
—¿Bastardos? —preguntó Radu.
—Eran malditos bastardos desharrapados, ahora son cabezas clavadas en estacas y cuerpos empalados, una advertencia para todos los que vengan por el sur.
Antes de saquear los caballos y las armas, Blad se había esmerado en dejar cuerpos y cabezas clavados como advertencia. Al no ser humano, carecía de este tipo de ascos y moral hacia los difuntos.
—Que seas mi hermano me consuela… Si fueras mi enemigo, prefiero no pensarlo —dijo Radu riéndose, pues sentía admiración por Argón.
—A ti jamás te haría daño, hermano.
—Radu y Blad, por favor, vengan, su señor les llama —dijo uno de los doctores, bajando las escaleras de piedra que daban a la planta del castillo donde se encontraban las habitaciones.
Ambos se dieron prisa en subir a los aposentos del señor.
—Me muero —les dijo Drak, al que la noticia de traición del imperio le había afectado sobremanera y le había adelantado lo peor de la vejez—. Blad, comanda los ejércitos y ayuda a tu hermano en el gobierno, proteged nuestra tierra. Radu, sé fuerte.
Esas fueron sus últimas palabras.
Argón le había cogido cariño a su señor, había sentido el calor de un padre y de una familia en la Tierra, incluso más que en Qaion.
Radu lloraba desconsolado en los hombros de Blad.
Unos chicos jóvenes tenían que comandar un ejército y gobernar un reino.