Era de noche para la extrañeza de Iván y León, que en su corta estancia en Qaion no se habían acostumbrado a la nocturnidad constante. Los árboles se movían demasiado poco para la cantidad de viento que había en aquel planeta y las tres lunas reflejaban la luz de las estrellas que los iluminaban como en un sueño. Se encontraban rodeados de los miembros más ilustres de la sociedad vamp y kant. Había llegado la hora de despedirse para que los tres voluntarios fueran a atacar a un enemigo supuestamente vulnerable.
—Recordad, debéis estar bien lejos del planeta cuando haga explosión la bomba —los alertó Frehac—. Que las lunas de Qaion os protejan a todos.
—Que las garras afiladas os defiendan de nuestros enemigos —dijo Arkanium, el rey kant.
El gobernador Sirium se acercó y puso la mano en el hombro de Argón:
—Tú más que ningún vamp te has ganado el derecho a descansar por dejar huella triunfal para siempre en la historia de honor sin mácula de tu familia y de todos los vamp. Espero volver a verte y poder recompensarte. No hay tiempo de eso ahora y me duele más que nunca despedirme de ti. Tu pueblo siempre estará en deuda contigo, tu hermano y el clan de los guerreros del agua —dijo mientras también miraba a Argol el tuerto y Arnuya.
Argón asintió, pero no quería descansar ni honores ni le valía el perdón ni las disculpas, quería a Thiram. No puso demasiado entusiasmo porque no tenía ningún cariño por la clase dirigente de Qaion, pese a las disculpas. Asintió con la cabeza y el gobernador captó el mensaje.
Argol y Argón se volvieron a dar la mano con fuerza y de manera sincera como habían hecho en la Tierra. Eran hermanos y sabían que no volverían a verse; Arnuya los observaba, emocionada:
—No derrames ninguna lágrima, hermano. Debes quedarte a defender Qaion en nombre de la familia —dijo Argón.
—En este momento es más jodido que nunca tener algo de visionario, ¿sabes? —Argol sonreía y al mismo tiempo le caían lágrimas de sangre por su ojo bueno. A veces, tenía el poder de sentir el futuro y ese era uno de aquellos momentos. Argón hizo una reverencia a su hermana Arnuya, que los observaba en silencio. Ella se la devolvió mientras le caía una lágrima roja. Sobraban las palabras.
—Ayudaré a tu hermano con mi vida —dijo a Argol el general Karel con su pelaje blanco ondeando al viento nocturno de Qaion. El tuerto lo miró con aprobación. Un kant jamás faltaba a su palabra.
El rey Arkanium miraba con cariño a su general y amigo. Había sido el primer kant en viajar fuera de Qaion y lo hizo para traer al Ancestro; había conspirado para conseguir la paz y era el primer visionario que aparecía entre los kant, el que terminaba de sellar el pacto religioso de los dos pueblos. La vida del general Karel sería un ejemplo para todos los de su raza: un héroe de guerra que derrotó a un rey, una entidad espiritual a la altura de Grandax, el gran antepasado del que sin duda era descendiente. Había logrado algo muy grande y era una pena despedirse de él.
León se despedía de Lobo, acariciándolo sin dejar de mirar a Arnuya, que le devolvía la mirada con tristeza; fría despedida para tanto amor. La noche anterior, la historia en tan poco espacio de tiempo se había detenido para ellos en el clímax; algo demasiado especial les había sucedido.
«Debían fiarse de la palabra del difunto Chank, cuya profesión en los últimos años había sido mentir, enredar y ayudar a Thiram…», pensó Argón.
—Vámonos ya —ordenó mientras entraba en la nave seguido de Karel. Bum Bum se puso a revolotear alrededor de Argón, que le devolvió la caricia a su amigo de la infancia con un gesto de despedida. El bart, que parecía triste, volvió volando con Argol el tuerto, con un nada alegre brr brr.
León estaba afectado, porque dejaba en Qaion el amor que por primera vez había conocido. Aunque no le apetecía, se despidió con amabilidad de los gobernantes de Qaion:
—Muchas gracias, majestad, gobernador y profesor Frehac. Con su astucia, me han salvado la vida y espero de corazón poder recompensarles esta deuda que tengo con ustedes. Adiós —les dijo mientras hacía una profunda reverencia. Con la mano apretaba con fuerza el microsatélite que había robado en la reunión; se lo llevaba como si fuera un souvenir.
Iván no se despidió de nadie y entró en la nave, sin más; quería visitar Orz, el planeta de sus ancestros, estaba ansioso.
La compuerta se cerró. Había muchos vamp y kant allí presentes, pero no había vítores ni alegría en aquella reunión. Todo olía a despedida sin regreso ante la difícil misión y la inminente guerra que los aguardaba. Lobo, muy nervioso e inquieto, ladraba de manera insistente a la compuerta cerrada mientras intentaba comprender por qué León lo dejaba solo por primera vez. Arnuya posó la mano con delicadeza en la cabeza del animal y el gesto pareció calmarlo.
Todos tomaron asiento en la nave sin entusiasmo, menos Argón, que parecía llevar haciendo esto toda la vida y estaba motivado. Además, era el que más experiencia tenía. Pulsó un botón, la nave despegó y fue aumentando su velocidad al mismo tiempo que tomaba distancia de Qaion y las lunas. No había vuelta atrás.
—Bien. El final se acerca. Vamos a Orz. Ya tengo ganas de encontrarme cara a cara con Thiram.
—Puede que nos crucemos con naves orz en el camino… —dijo León.
—Lo dudo. Una vez se empiece a tejer el espacio-tiempo en la nave, seremos invisibles, porque la suya hará exactamente lo mismo.
—Yo tengo ganas de visitar la tierra de mi ancestro y lo último que quiero es destruir ese planeta o luchar con los orz —dijo Iván, que pocas veces hacía un comentario que no fuera para ofender o con ironía.
—Tengo un regalo para ti, Iván —le dijo Argón—. Aquí tienes la lanza del dragón. Quiero que la lleves tú como en nuestra última batalla en la Tierra, quieras o no luchar. —Le había cogido aprecio a Iván durante la estancia de ambos en Qaion, pese a ser fríos y distantes. Había empezado a comprender que eran muy parecidos en carácter y tenían una complicada historia personal muy similar.
—Es una gran arma, extraña, pero tiene afilada la punta como una garra kant —observó el general Karel.
—Sí, es un arma muy peligrosa, kant —dijo Argón, acariciándola.
—¿Por qué me regalas tu lanza? —Se sorprendió Iván.
—Joder, regálamela a mí… no al tipo este —dijo en tono de broma y envidia sana León.
—La lanza del dragón pertenece a Iván. La lanza del dragón es Iván. Su parte más poderosa, la punta, está hecha del metal de la nave del primer orz que envió Thiram a la Tierra, su ancestro. Es un metal recogido en las minas de Orz —explicó Argón—. El cuerpo es de la mejor madera de roble de la Tierra y la cabeza ornamental del dragón es el carácter de Iván. Esta lanza ha pasado por la mano de un vamp y ahora lo abandona, como acaba de hacer Iván con Qaion. La lanza e Iván son uno…
—Pero Iván y yo tenemos el mismo ancestro orz —respondió León.
—Sí, pero ya te llevas «algo» y «algo» dejas en Qaion. Iván, no —respondió Argón, serio.
El kant albino miraba en silencio. León, muerto de vergüenza, agachó la cabeza y se tapó la cara poco a poco. Había tenido un encuentro sexual y amoroso con la hermana trilliza de Argón, Arnuya. No entendió lo que escondían las palabras del vamp, que no eran los celos o la aprobación de un hermano, como había interpretado al principio. Era algo más profundo, que solo se podía entender viendo a Argón como el visionario que debía haber sido. El vamp sentía y sabía cosas, sobre todo desde su experiencia extracorpórea y espiritual.
—Gracias, Argón. Créeme que la utilizaré con honor y orgullo —agradeció Iván con una extraña sonrisa mientras miraba fijamente la lanza del dragón y la acariciaba.
—Sí, exacto, utilizarás la lanza, porque no sabemos qué nos espera. No plantaremos una bomba que mate indiscriminadamente a los seres del planeta Orz. Pese a que una vez ellos atacaron mi planeta cuando yo era un crío y mataron a mi padre, no les guardo rencor. Debemos aterrizar y buscar a Thiram, que es nuestro verdadero enemigo —explicó Argón—. No tenéis nada que temer. Ambos sois orz y estáis a la altura de cualquiera de ellos en vuestra transformación. Tampoco sabemos de qué es capaz León cuando sale a flote su sangre de los dioses, como aquella vez en el barranco cuando lo tiraste; lo mismo pasa con el mejor de los kant, aquí presente —añadió, girándose para mirar a ambos a la cara.
Karel no respondió, pues tenía en la mente la última de las imágenes que hacían de predicción como visionario.
—Yo no sé lo que pasó, estaba inconsciente —respondió León.
—Sí, ahí he de reconocer que tuve miedo y entendí la insistencia de Thiram en encontrarte —se sinceró Iván.
—Aún no tengo muy claro qué se espera de mí y dudo bastante de este poder y de lo que puedo hacer. Me llenó de duda no poder sacar la garra legendaria de los kant del árbol cual rey Arturo. Menudo ridículo —dijo León mientras se rascaba la cabeza.
—Yo tampoco pude, ni Argón, humano… Pero la garra no nos mató a ninguno de los tres. Eso es un gran honor y una señal, significa algo —dijo Karel.
—Confórmate con que no te electrocutaste como me pasó a mí cuando se me ocurrió cogerla. La mayoría murió al tocarla —dijo Argón—. A lo mejor esa arma no es para ti… al menos por ahora. Que yo me electrocutara y no muriera, y todo lo que vino después, me llevó a ti, por lo cual esa arma está relacionada íntimamente con los dioses de las lunas y con el Único, que eres tú.
—Muy seguro estás de que yo sea el Único —respondió León.
La nave hizo un movimiento extraño al entrar a tejer el espacio-tiempo a una velocidad antinatural. Llegaron a esa tierra roja y cercana que compartía estrella con el trilunar Qaion.
—Bienvenidos a Orz, guerreros. Alea jacta est. —Sonrío Argón mientras giraba la cabeza para mirarlos.
Por la escotilla podían ver un planeta rojizo y nuboso, con dos lunas y un sol cercano. Haría el calor que no hacía en Qaion. Al entrar en la atmósfera, antes de aterrizar, vieron por la escotilla frente a ellos una torre gigantesca y blanca, que no era obra de la naturaleza. Estaban a punto de llegar a los pies de la base de Thiram: La Aguja.
Cuando la nave del profesor Frehac aterrizó en el planeta Orz, cerca del palacio del emperador de los orz, de ella salieron cuatro guerreros desenfundando sus armas. Podía pasar cualquier cosa, pues el planeta parecía literalmente vacío.